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 Max Jimenez Huete  

 

   
  1900-1947      
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1900  Nace en San José
 

"Lo conocí en 1940, en la oficina del "Repertorio Americano". Yo solía visitar al maestro García Monge, en demanda de ayuda para las tareas escolares. Max Jiménez me dio una impresión terrible: para verle sus ojos se necesitaba ascensor. Su ronca voz me asustó. Su manera violenta me inquietó. De inmediato, don Joaquín se percató de mi miedo, pues ya a solas, me mostró un número del "Repertorio Americano" con unas esculturas de Max. Cuando vi aquellas figuras austeras las sentí como edificios, como estructuras arquitectónicas que recibían vida y animación

El de Max, era muy diferente al trabajo del alfarero —creo que salvadoreño— quien vivía al costado norte del Liceo de Costa Rica. Yo solía pasar las horas muertas viéndolo maravillado cómo de sus manos salían animalitos que ponía a asolear. Después los pintaba con colores chillones, demasiado vivos y mal combinados y los metía a un horno para endurecerlos.
Al ver las esculturas de Max me sentí atraído hacia aquella experiencia que me daba cuenta de las cosas y las hacía conscientes. Quizás porque yo era un espíritu contemplativo, me encantó admirar esas esculturas. Sin embargo, comprendiendo la profunda diferencia de temperamentos —tanto el de Max como el mío—, algo me impulsó a aceptar a Max.
Max era un solemne "patacaliente", un trotamundo. Y nos veíamos cuando él llegaba a visitar a don Joaquín. Algunas veces me invitó a visitar su taller, en Barrio Aranjuez o en su casa de Puntarenas. Observé que según la sensibilidad de los órganos se puede ver de manera diferente lo que otros apenas miran. Y allí, conversábamos. Mientras él dibujaba me hablaba de sus viajes, de sus experiencias, de sus ideas acerca el arte, de sus amistades. (Años más tarde, cuando ya él había fallecido, muchos de sus amigos también lo fueron míos: Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Arturo Uslar Pietri, León Pacheco, Miguel Ángel Asturias...).
Debo a Max mi adentramiento en Montaigne y en Bourdelle, en Maillol, en Lipchitz y mi afición por el grabado en madera. También debo a la mente filosófica y a la pasión antillana desaforada de Max, mi gusto por el contrapunto del tabaco y el azúcar. También, él me marcó con sus ideas rebeldes.
Mi último recuerdo de Max data del año 1947. Un día irrumpió en la oficina del "Repertorio Americano". Imperativo como era, dijo; 'Don Joaco, vamos a salir a ventearnos un rato". Y nos llevó a Escazú en compañía de Salarrué, de paso por Costa Rica. Nos llevó a una casa campesina donde; convenció a la señora para que nos preparara algo de comer. Entre tanto, él y Salarrué se "guarecían". ¿Se aseguraban para afrontar algo maravilloso? De) pronto salieron a subir una montañuela. Corrían como niños alocados diciendo que allí, en Escazú, la tierra vibraba. Que sentían las fuerzas telúricas; que perseguían ocultas dríades e iban con ellas a vivir dentro de los árboles. Todo era] una embriaguez panteísta para mí insondable. Eran sacerdotes de un culto para] mí deslumbrante.
Cuando regresaron sudorosos venían hablando de pintura, de escultura, de fotografía y de otras artes. Entonces Max dijo algo como esto:
Me pregunto cuál ha de ser la definitiva manifestación artística de cada uno. Las artes cada vez se me presentan más encadenadas. Soy amigo de los cambios radicales, a los cuales creo que debe] mucho de su vida la sensibilidad.

Max era creyente sincero de tal modo de pensar. En efecto, se dedicó a la pintura, a la xilografía, a la fotografía, al periodismo, a la prosa, al verso y la escultura. Fueron arrebatados sus períodos de creación artística y en todos agigantó su personalidad.
Max Jiménez Huete nació en un hogar económicamente holgado el 9 de abril de 1900. De niño se mostró rebelde e indisciplinado para los estudios sistemáticos. A los 19 años marchó a Londres a estudiar comercio, según su padre. En realidad, atendía más una vida bohemia y a su deseo por expresarse plásticamente. Con el anhelo íntimo de ser artista, rumbea a París donde se relaciona con otros jóvenes hispanoamericanos: Alfonso Reyes, Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, César Vallejo, Toño Salazar, Arturo Uslar Pietri, León Pacheco y otros.
En París, y en procura de sabiduría, asiste a conferencias y exposiciones. Allí traba nexos con representantes del fauvismo. Pinta óleos, en los que deforma tremendamente los cuerpos, dibuja cabezas pequeñas y contrasta colores oscuros y queda atrapado en uno de los tantos modos picassianos.
No obstante su temperamento fuerte y soberbio, que no acepta ni consejo ni críticas, logra captar la amistad de los escultores Mateo Hernández y José De Creft. El último lo inicia en la escultura.
Durante su permanencia en París se introdujo en la atmósfera de descontento y rebeldía de los artistas de la nueva generación. Precisamente, ahí, Max se identifica con la lucha de los escultores modernos y se irguió contra el realismo anecdótico que sustentaba la escultura del siglo anterior. En esos días Brancusi, Archipenko, Lipchitz y otros, con sobrado eclecticismo se inspiraban en las esculturas africanas para la descomposición geométrica de las formas humanas y para hacer hablar a las masas un lenguaje rigurosamente escultórico. En estos días, el recurrir al abstraccionismo les revelaba el sentido de lo escultórico, de lo imprescindible, de la lisura. Esto los constriñó a atender únicamente las "cualidades primarias" de la escultura. Y advino una nueva sensibilidad que sustituía algunos volúmenes por una evocación espacial y expresaba la idea estética inmersa en las formas, la materia y el espíritu. Una sensibilidad ligada íntimamente a las famosas "búsquedas" de los artistas de vanguardia, quienes intentaban manifestar algo cada vez distinto y nuevo y particularizarse, ceñidamente, ellos mismos.
En estas lucubraciones, Max Jiménez irrumpió como escultor. El cubista Archipenko quizá le insufló el principio de sintetizar las formas y condensar las esencias. Aprendió a pulir los bronces, a transformar los valores táctiles en ópticos, atraído por Brancusi. Emuló del cubismo, en parte, la decisión de desrrealizar las cosas.
Entre 1920 y 1924 modeló catorce piezas en cuya ejecución gozó del manejo de volúmenes puros. Fundió algunas de ellas en bronce; hizo otras en piedra y en madera, Max exhibió estas obras en la Galería Percier en 1924. "Buscó una síntesis atrevida —reconoce el crítico Gustavo Kahn— tendiendo a dar fórmulas breves y sugestivas, renunció a la descripción literal de las cosas".
Por ejemplo, su obra "El beso" representa la eterna pareja en abrazo, en plena fusión corporal y espiritual. En "Figura en cuclillas", Max explota la composición a base de volúmenes redondeados, casi esféricos. En "Mujer de pie", aborda las masas con lógica audaz a base de ovoides. El observador nota en "La mujer con el perro" que Max Jiménez concentró su atención en la dinámica de los volúmenes geométricos. Tanto en su "Pietá" (Maternidad) como en sus cabezas y en "Venus" el escultor pugna por un arte realista pero no totalmente sujeto al modelo.
En estas primeras obras desrrealiza. No rechaza los sentimientos naturales, humanos. Antes, siente la fuerza de los volúmenes macizos, simples, de los bloques cerrados, cargados de pesantez. No comparte del todo las ideas prevalecientes de deshumanizar el arte, tal como lo decían los lectores de Ortega y Gassét porque deshumanizarlo constituiría eliminar el sentimiento. A Max únicamente le acuciaba el reducir el cuerpo humano a sus primarios, básicos, esenciales elementos.
En 1925 regresa a su patria y ahonda amistad con Joaquín García Monge y Carmen Lira. Abandona la escultura para dedicarse al periodismo, a la literatura y a la ganadería.
Con las exposiciones del "Diario de Costa Rica" (1928-1937) se le despierta de nuevo el deseo de trabajar la escultura. Ejecuta varias cabezas de granito; la "Danaide"; una "Maternidad" en madera y una "Cabeza de caballo". Pero no expone con los otros artistas sino que se dedica a la xilografía y a la pintura, que se benefician de su poder escultórico.
Joaquín García Monge fue quien reveló continentalmente el genio creador de Max Jiménez en las páginas del Repertorio Americano". Hizo público un comentario de Gustavo Kahn y algunas fotografías de las esculturas del inquieto artista. "Monstruosas", fueron consideradas por mucha gente. Nada tenían que ver con la escultura en mármol que la gente estaba acostumbrada a ver adornando el Teatro Nacional o los mausoleos en el Cementerio General. De ahí que en Costa Rica, el arrebato rebelde de Max no obtuvo la repercusión necesaria para torcer el rumbo de nuestra cultura. Un brote perturbador, eso fue.
Hoy día, la reacción violenta que provocaron las estatuas "monstruosas" de Max Jiménez se ha convertido en aceptación y apreciación. Mientras Max vivió, sus esculturas tan solo fueron conocidas por sus amigos íntimos. De ahí que no ejercieron una influencia directa en su generación, ni en el cambio de estilo del gusto estético en el público. Yo tuve la oportunidad de verlas en su taller en Barrio Aranjuez y, otras, en su casa en Puntarenas. Y de allí surgió el cariño que tengo por sus obras, cariño que se acrecentó cuando en 1948 se expusieron en Costa Rica por primera vez. Entonces, los estudiantes universitarios se burlaban de ellas y hubo alguno que intentó destruir la "Cabeza de negra". En la frente está la señal de la barbarie ilustrada.
Ahora que recuerdo a Max Jiménez, el rebelde, viene a mi memoria una página escrita por otro amigo común muy querido, el exrector de la Universidad de San Marcos de Lima, quien prologó uño de mis libros. Me refiero al ilustre Luis Alberto Sánchez. Él escribió rememorando el genio y figura de Max lo siguiente:
Era un hombrachón alto, grueso, melancólico y mordaz, dueño de todas las artes pues lo plástico le convenía tanto como lo literario. Andaba por el mundo con su carga de explosivo y creador aburrimiento, sembrando inquietudes y amistades, en su saldo de lo inverso, que es lo indispensable en tales menesteres.
Hablaba con voz bronca y fuerte. Nunca opinó a la sordina. Rociaba, es cierto, con alcohol, mucho de su pensamiento y decires sin que el desequilibrio le hiciera incurrir en otros extremos que los que su propia sobriedad le autorizaba de mañana.
Fue el contertulio de todas las trastiendas de librerías, locales de exposiciones, peñas de artistas y tabernas letradas de donde quiera estuvo.
Max Jiménez murió en Buenos Aires, República de Argentina, el 3 de mayo de 1947. Su cuerpo fue traído San José y cuando se le fue a inhumar, su cuerpo no cabía en la fosa. Se cumplió su última súplica, escrita tiempo atrás:


¡Abrid más ese hueco!
¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida?
Abrid más esa tierra,
tal vez allí me llegue la compañía de un eco.. .
Para tanto que he amado, para tan largo sueño,
¿no veis que es muy pequeño?


El 3 de julio de 1983 el destino volvió a unir nuestros nombres: se me concedía la."Medalla de Oro Max Jiménez Huete" con que la Asociación Cultural Max Jiménez Huete honra a los creadores de Patria. Medalla que llevo metida en mis sentimientos, porque es un diario recuerdo del amigo ya ido...
Unas finas dedicatorias de sus libros El Jaúl, Revenar, Poesía, Fantoches y Sonajas, recuerdan nuestra amistad. Hace pocos meses (abril de 1990) un ladrón se metió en mi casa y se los llevó. Solo espero que los lea y relea como yo solía hacerlo..."

Comentario de Dn Luis Ferrero-Acosta en su libro

Escultores Costarricenses

Luis Ferrero-Acosta

Editorial Costa Rica,1977

ISBN 9977-23-569-4

Reprodusco este texto ya por su riquesa sentimental como por ser el testimonio de quien tuvo contacto con El.

   
     

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Revisado el: 17 de September de 2010 08:37:48 -0600.

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